1.
Esa noche fui al peaje para ver si los conductores me lanzaban unos chifles o papitas, antes de pagar. Así bajábamos siempre, todos en jorga como enajenados a comer lo que podíamos. No he comido nada en días. No bien cruzo una de las calles, un bólido azul gigante me espanta y me tumba en mitad del tráfico, pasa por encima de mis piernas, las ruedas de goma hacen que mis huesos estallen como pedacitos de vidrio. Debajo de los carros que pasan a toda, regreso a ver el hormigueo que siento en algún lugar de mi cuerpo. Quiero levantarme pero siento sobre mí las miradas vacías de los conductores que desde arriba se sorprenden compasivos, lascivos, furiosos: ¡que hace ese estúpido perro, en el suelo levantando la cabeza, no está muerto, porqué se queda ahí, pendejo!. Yo ya no siento más que el titubear trémulo de mi media mitad. Cada vez más fuerte mi corazón late y se acelera, oigo a mis entrañas aullando. -¿Duele morir?- pregunto -Sólo al principio- me responde alguien, desde abajo.
2.
Bajamos a la playa por el sendero que caminan los bañistas en pelotas. El pequeño atrás, los dos grandotes y yo adelante. Con la lengua afuera, de tantas ganas, me montan el uno, y el otro, mientras aguanto parada. Después corremos de nuevo con el agua tibia del mar lamiéndonos las patas. Paramos otra vez para que me monte el otro de los grandes. Mientras el pequeño espera ladrando como un loco, de celos y de impaciencia. Seguimos corriendo y parando, cuando de repente los giles, comienzan a pelear, a dentelladas, sacándose el aire, las orejas y las tripas. El pequeño se acerca y me susurra algo al oído, ¡listo! De una nos largamos huyendo como bestias el uno atrás del otro, finalmente libres, mientras los otros se matan.