Hemos visto en los últimos años acrecentarse la violencia, especialmente la violencia con armas de fuego. Los acontecimientos de Columbine, San Bernardino, Orlando, París, Aleppo, Siria, Niza, Charlottesville y Las Vegas tienen como común denominador la violencia extrema. La Segunda enmienda de la Constitución de EEUU protege el derecho a adquirir armas y portarlas. Cada día miles de mujeres mueren en el mundo a manos de sus parejas.
¿Por qué lloramos los muertos de Las Vegas y nos olvidamos de llorar el holocausto de los Nativos Indígenas en tierras de América? O los horrores de la esclavitud? ¿Qué hace que nos, seres humanos, desde el primer día de nuestra existencia en el planeta Tierra tengamos una predilección por matarnos los unos a los otros?
Nuestra agonía es profunda, nuestra búsqueda de una cierta tonada para danzar con el Caos, para no caer en la depresión profunda, la ansiedad extrema, es el signo de nuestra época. “Sintonizar para que la exasperante inflación semiótica no nos acabe”1. No hay felicidad, no hay camino y no hay futuro. Existe agonía y de ella parte la única posibilidad de resarcimiento y quizás, de alegría. La vida tiene un tremendo componente agónico, la felicidad no es como nos la enseñan las redes sociales.
En esta serie Pistolas y Rosas navego con el dibujo esa sensación de “movimiento y parálisis a la vez, que habla de la energía de la violencia y el arresto que trae sobre la vida”2. Mi intención al hacerlos es poner sobre el tapete una problemática profunda con la que vivimos, es contemplar el flujo de Eros y Tánatos. Sobrevivir el mundo con un afilado sentido de la reflexión.