La Procesión

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En La Procesión, Ana Fernández pone en marcha un fabulario personal, cuyo más remoto antecedente quizá debamos buscarlo en los bestiarios medievales (aquellos volúmenes ilustrados con animales mágicos, fantásticos o mitológicos: dragones, anfisbenas, quimeras, machos-cabríos, personajes que la artista retoma a su manera), pero cuyo modelo más cercano podemos encontrarlo en ciertos relatos de Henri Michaux, pues a semejanza de este autor, Fernández ha creado y dado nombre a toda una fauna, una flora y unos seres antropomórficos que vienen a representar nuestras latencias y apetencias profundas, los ángeles y demonios con los que convivimos o malvivimos cada día. Así este alucinante cortejo de bestias, constituyen también una galería de figuras alegóricas.

Estamos ante una romería pagana, festiva y popular (en tanto su imaginería es parte de nuestra memoria cultural) y como tal su recorrido y organización contradice el orden y la solemnidad del desfile cívico y religioso, los protocolos de la parada militar. De ahí que Fernández recorte e instale sus dibujos por planos o capas, yuxtaponiendo los elementos icónicos como si recreara el caos bullicioso y tumultuoso de las manifestaciones populares, la energía paródica y gozosa de las expresiones carnavalescas; un uso del espacio que procura además integrar al espectador al desfile. Sus criaturas reconstruyen colectivamente (en/sobre la marcha) los fragmentos de un discurso amoroso y erótico (esos “granos de la voz”, esos grumos o emanaciones fonéticas ocultos entre vísceras y fintas dignas de una tramoya barroca que van del interior del cuerpo al exterior y viceversa, pues la artista sabe que una palabra, una voz puede bastar para cambiar nuestra percepción del mundo, para salvarnos de la realidad).

Gran parada del cuerpo, del cuerpo crispado, fascinado, con la gracia y el humor que han caracterizado su obra, en La procesión Ana Fernández pasa revista a los fantasmas y fantasías del deseo, a los siempre extraños paisajes y criaturas del sueño, que constituyen nuestra verdad íntima e irrefutable.

“Somos desiertos, pero desiertos poblados de tribus, de faunas y de floras”, escribe Deleuze, y esta obra parece ilustrar poéticamente esa visión.

Cristóbal Zapata

Cuenca, junio 6, 2008.

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